«Para recuperarse, todo sobreviviente necesita ser capaz de hacerse cargo de sus recuerdos.
Y para eso necesita a los otros.»
Última novela de una de las voces más interesantes de América Latina, intérprete y portavoz literaria del difícil mundo de la mujer actual.
Nueve mujeres, muy distintas entre sí y que nunca se han visto antes, se reúnen a las afueras de Santiago de Chile para compartir sus historias. Dan voz a sus conflictos delante de la décima protagonista, su terapeuta, que ha decidido reunirlas en la convicción de que las heridas empiezan a sanar en la medida en que se liberan de las cadenas del silencio y se dejan llevar por la catarsis de la palabra hablada.
No importa el origen ni la extracción social, tampoco la edad o la profesión, al final por un motivo u otro todas acarrean sobre sus hombros el peso del miedo, la soledad, las dudas, las inseguridades. A veces ante un pasado que no puede dejarse atrás; otras, ante un presente que no se parece a lo que habrían deseado, o un futuro que asusta por el vacío que encierra. Se enfrentan a cargas autoimpuestas o socialmente aceptadas, y no hay otro modo de deshacerse de ellas que tomando las riendas, conscientes de que aun en pleno abismo al final vence el coraje y en esa lucha por hallarlo no tienen por qué estar solas.
Cada capítulo una historia narrada en primera persona, con muy distintos registros reflejo de la edad, la educación y la clase social de cada una de ellas:
Francisca: a sus cuarenta y dos años es la paciente más antigua de Natasha, y acude a terapia porque necesita dejar atrás el odio que siente hacia su madre —que los abandonó a ella y a su padre— y que acostumbra a volver contra sí misma. Para avanzar, necesita superar el trauma que nace del carácter difícil de su madre y pasar página, pero cómo lograrlo rendida ante una vida que no la llena y la atrapa en «la parálisis», como ella lo llama.
Mané: la más anciana de las diez, con setenta y cinco años Mané ya no es la preciosa jovencita que triunfaba sobre los escenarios. Vivió bien, cierto: tuvo un gran amor y disfrutó la vida... pero la muerte de su marido, el Rucio, la llevó a un declive del que al fin, y gracias a Natasha, va saliendo poco a poco, aunque aún le cuesta enfrentarse al deterioro físico que llega de la mano de la vejez.
Juana: alegre, directa, Juana no es de esas que se rinden al primer contratiempo. No lo hizo cuando su madre cayó enferma y se volvió tan dependiente de ella. Corría más para llegar pronto de la peluquería donde trabaja y listo, pero ahora es su hija adolescente quien parece atravesar una depresión profunda —trastorno bipolar, diagnosticaron— y ella, madre soltera como su propia madre, tiene que vérselas con un problema que le roba no ya tiempo sino fuerzas.
Simona: se define como feminista e izquierdista: «La mía es una historia muy trillada. Niña-bien-rebelde-abandona-clase-social-para-hacer-la-revolución». Divorciada y madre de dos hijas de distintos padres, piensa que los hombres no son sino objetos simbólicos —«y, créanme, se puede vivir sin tal emblema»—. Recién superados los sesenta años, tras dejar a su segunda pareja Simona vive sola en un pueblo costero, y disfruta de su soledad.
Layla: periodista de raíces árabes, asiste a terapia para tratar de superar el trauma de una violación sufrida en Gaza y a resultas de la cual dio a luz a un niño rubio y de ojos claros a quien no consigue amar. Encerrada en el dolor, se aferró a la bebida y se enredó en la trampa de mentiras que rodean el alcoholismo.
Luisa: de origen campesino, a sus sesenta y siete años Luisa no comprende los problemas de las mujeres ricas. Los suyos son muy distintos y vienen marcados por la pobreza y por la brecha que abrió en su vida la desaparición de su esposo Carlos poco después del golpe de Pinochet. Entonces no supo a quién dirigirse, y durante años no compartió con nadie su pena. La terapia le ayuda a salir de su dolor y a contarle la verdadera historia de la desaparición de Carlos a sus hijos, a los que hizo creer que su padre se fue de casa.
Guadalupe: a su familia acomodada y liberal les supuso un trauma el hecho de que Lupe, como todos la llaman, «saliera del armario». Ella, que con diecinueve años no tiene el menor problema con su sexualidad, no lleva tan bien que traten de encarrilarla por donde no quiere, aunque aprovecha las horas de terapia con Natasha para hablar de su miedo a no ser aceptada.
Andrea: casada y con dos hijos, Andrea es una triunfadora, o eso pensarían muchos: con cuarenta y tres años, es ya una periodista televisiva de éxito, que posee belleza, riqueza y poder. Pero un día descubre que está enojada contra todo y no sabe por qué, de modo que decide escaparse al desierto de Atacama y allí pone en duda toda su existencia. Una crisis de ansiedad muy fuerte le hace volver sin acabar de resolver sus dudas vitales.
Ana Rosa: terriblemente insegura, dice de ella misma que es «un ser insustancial», aunque hay mucho más tras tan duro juicio. Para empezar, las violaciones constantes de su abuelo, un hombre al que adoraba; también la repentina muerte de sus padres en un accidente de tráfico, cuando ella tenía quince años, y que la dejó a cargo de su hermano menor. Durante mucho tiempo ocultó a los demás y a sí misma los abusos a los que fue sometida, pero cuando descubre que los niños le producen la tentación de maltratarlos, se somete a terapia para librarse de esos impulsos y de la convicción de que ella misma es una mujer mala.
Natasha: la décima mujer, la terapeuta, es la catalizadora, el hilo conductor de cada relato. En el último capítulo será su asistente quien nos cuente su historia —de origen ruso y judío, ha pasado toda su vida buscando a una medio hermana, Hanna, cinco años mayor que ella, e hija de la amante de su padre, una rusa blanca que salvó a la familia de Natasha del confinamiento en el gueto judío—. Es ella quien se despide de las nueve mujeres: llegó el momento de que vuelen solas.
Diez mujeres despliega un caleidoscopio de problemáticas femeninas actuales, desde la vejez al abandono o a la asunción del lesbianismo, pasando por los clásicos problemas de roles —ser hija, ser madre, ser esposa—. El fondo de la novela se basa en la convicción de su autora de que las heridas empiezan a sanar en la medida en que se comparten.
Reflexión sobre la condición femenina: en el eje central de Diez mujeres, la defensa de la mujer en su condición de tal, pero también como amante, esposa, madre, amiga y parte de un sistema laboral que tantas veces le da la espalda. A través de esta obra, se ponen sobre el tapete temores, angustias, desengaños, fracasos... aunque también esperanzas, amores y éxitos.
La fuerza de la mujer: para superar un obstáculo tras otro. A veces el que marca el paso del tiempo; otras, la imposibilidad de hacer frente a una decisión equivocada, a un matrimonio que no llena, a una vida que en los diez casos pide de sus protagonistas más de lo que se ven capaces de resistir. Y aun así lo hacen. Un elogio a la capacidad de resistencia de las mujeres y a su coraje ante las adversidades.
La soledad: no importa la edad, la clase social o el aparente éxito. Cada uno de los testimonios de las diez mujeres se acerca a un sentimiento de soledad desde distintos ángulos con un vértice común: la sensación de que hay algo que se escapa entre los dedos —la vida, la juventud, la esperanza, la capacidad de amar...— y no hay nadie capaz de mitigar esa dolorosa sensación de pérdida.
El grupo: «Quienes te sacan de las crisis importantes y quienes realmente se meten en el alma tuya para ayudarte son las otras mujeres. Entonces, yo siento que —y esto se lo digo mucho a las chiquillas más jóvenes, que todavía están en la competencia— en el momento en que cambian eso por hermandad empieza una nueva vida, de verdad», afirmó Marcela Serrano años atrás en una entrevista en Radio El Espectador (Uruguay). Quizá sea ése el germen de Diez mujeres: un mensaje de esperanza, de confianza, un arma contra la soledad en ese andar siempre hacia adelante.