La desesperación que desembocó en el trágico final de Salgari, un haraquiri ritual en 1911, parece ser la punta de un iceberg maldito que afectó a toda su familia.
El escritor, editor y crítico conocido por su novela N., ganadora del premio Strega y llevada al cine, nos sorprende ahora con una obra que mezcla la biografía y el retrato de Emilio Salgari, el padre de la literatura italiana de ficción y aventuras y creador incansable de fantasías que alimentaron la imaginación de los lectores de varias generaciones con personajes como Sandokán, Yáñez, el Corsario Negro o Tremal-Naik.
Ernesto Ferrero, que vive actualmente en el edificio donde Salgari pasó sus últimos años, nos cuenta la historia de este héroe desafortunado que, contra toda apariencia, fue un hombre con una vida miserable, agobiado por la pobreza y las fechas de entrega de los manuscritos, esclavizado por un trabajo que no le daba recompensas y castigado por desgracias familiares que progresivamente llevaron al escritor a una situación límite a la que puso Yin con un suicidio digno de alguno de sus personajes.
La novela tiene una estructura polifónica construida a partir de varias voces narrativas que ofrecen diferentes visiones del personaje. La voz más sorprendente es la de Angiolina, una muchacha que acompaña a Salgari en su último viaje anotando en su cuaderno conversaciones, reflexiones sobre la escritura y secretos íntimos de la familia Salgari con una ternura conmovedora.
A partir de esa estructura coral y con una excelente ambientación de época, el lector puede tejer la biografía de Salgari, conociendo los detalles más importantes de su vida: cómo trabaja, de dónde saca la inspiración, cómo vive, qué relación tiene con su familia, los no-viajes que realizó por medio mundo, qué hace cuando no está documentándose en la biblioteca, qué opina del cine o del progreso tecnológico, o por qué decidió hacerse un haraquiri.
El 25 de abril de 1911, la lavandera Luigia Quirico acudió al bosque en busca de leña. Pero allí se encontró con una escena macabra: el cadáver de un hombre que se había practicado un haraquiri. La sangre aún brotaba de su cuerpo. No sólo se había abierto el vientre, también sangraba por el cuello. Lo terrible es que aquel hombre resultó ser Emilio Salgari, el famoso escritor de aventuras. ¿Qué había pasado para que uno de los padres de la literatura de aventuras acabara así?
Emilio Salgari está cansado. Física y mentalmente. Es 1909 y, de vez en cuando, se permite el lujo de dejar de trabajar durante unas horas para ir a pasear por el río. Allí conoce a Angiolina, una joven que quiere aprender de él los secretos de la escritura. El padre de los héroes es, sin duda, una de las personas que más admira y con la suficiente experiencia para ser el mejor maestro.
Pero la vida de este escritor que goza de un gran éxito entre sus lectores no es tan bonita o idílica como podría parecer desde fuera. Angiolina y Salgari se van haciendo amigos, convierten los paseos en una rutina, y la fachada que rodea al escritor va cayendo. La alegría de aquel joven periodista apasionado por el ciclismo y la esgrima que afirmaba haber navegado por los mares de medio mundo se ha esfumado. Ahora se irrita con facilidad, es un esclavo del trabajo que pasa sorprendentes penurias económicas, no se encuentra a gusto en ninguna parte, tiene achaques físicos, su mujer está cada vez más cerca del abismo y él no puede hacer nada por evitarlo.
Un coro de testimonios formado por periodistas, médicos, amigos, vecinos e hijos del escritor reconstruye la vida del padre de Sandokán y del Corsario Negro. Vivió entre Verona, Venecia, Génova y Turín. Fue nombrado Caballero por la reina Margarita. Tras algunas desilusiones sentimentales, se casó con una actriz de teatro, Ida, y tuvieron cuatro hijos. Su vida estuvo estrechamente ligada a las pasiones de una época abocada a los desafíos tecnológicos: el automóvil, el cine, los viajes en globo, los primeros aviones, la Exposición Universal que conmemoraba los cincuenta años de la Unidad de Italia…
Era un mundo para el que él no estaba preparado. Acabó desencantado con la vida y perdió toda esperanza. Y así, la mañana del 25 de abril de 1911, con su mujer ingresada en un
manicomio público porque no se podían permitir una residencia privada, decidió salir de casa con su bastón y subir a la colina. Allí puso Yin a su vida con un suicidio digno de alguno de sus personajes cumpliendo el destino paradójico de un hombre, prisionero de los mundos que él mismo había creado.