martes, 18 de octubre de 2011

Combate moral. Una historia de la II Guerra Mundial de Michael Burleigh

La Segunda Guerra Mundial fue la suma de multitud de decisiones tomadas por líderes políticos y mandos militares, pero también por ciudadanos y soldados anónimos. Estas fueron en muchos casos decisiones a vida o muerte, resueltas en tiempo real, sin las ventajas de la reflexión filosófica, y proporcionaron un contenido moral al enfrentamiento que fue tan crucial como cualquiera de sus grandes batallas.

Combate moral presenta una perspectiva totalmente novedosa del enfrentamiento. Mientras que anteriores estudios del conflicto han tendido a centrarse en las grandes estrategias y las principales batallas, Burleigh consigue


Desde el papel de los «depredadores» —Mussolini, Hitler, el príncipe Hirohito de Japón— hasta las complejas cuestiones de la justicia y la venganza, el autor recorre con su habitual ágil estilo narrativo la invasión de Polonia, la polémica política del apaciguamiento, la ocupación, el papel de Churchill, los bombardeos selectivos o el Holocausto.adentrarse en los universos morales de sociedades enteras y de sus líderes para descubrir cómo estos se vieron modificados bajo el impacto de la guerra total.

Burleigh, uno de los más destacados historiadores contemporáneos, se niega a extraer lecciones del pasado, centrándose firmemente en los dilemas éticos de person

as reales que tuvieron que actuar bajo circunstancias difíciles de imaginar en un conflicto que definió el siglo XX y cuyas consecuencias nos acompañan hasta hoy.

EL ASPECTO MORAL DEL CONFLICTO

La bibliografía sobre la Segunda Guerra Mundial es abundantísima, escasean los libros dedicados a los aspectos morales del conflicto, un enfoque necesario y novedoso que es el elegido por este documentado y minucioso trabajo de Michael Burleigh. El reconocido historiador británico aborda el tema con pasión, una extraordinaria erudición y un estilo ágil y ameno, al que no es ajena su habitual ironía.

Tratar los aspectos morales de la Segunda Guer

ra Mundial equivale a ocuparse de la idiosincrasia de los distintos fascismos; de la inicial política de apaciguamiento; de la legitimidad de combatir a las potencias agresoras y de los métodos empleados para derrotarlas (algunos, como los bombardeos sobre poblaciones civiles, claramente cuestionables); de los numerosos crímenes de guerra cometidos (sin olvidar el intento de exterminio de la comunidad judía); de las semejanzas entre dos regímenes totalitarios que estuvieron, sin embargo, enfrentados (Alemania y la URSS); de la resistencia y el colaboracionismo; de las operaciones irregulares; de los juicios de la posguerra…

Una primera conclusión es que la Segunda Guerra Mundial, en la que murieron 55 millones de personas, fue una guerra necesaria contra al menos un régimen (Alemania) que modernizó la barbarie convirtiéndola en un proceso industrial, y contra otro (Japón) que actuó de forma cruel y salvaje contra muchos pueblos del Este de Asia. El autor defiende el esfuerzo de guerra aliado, que incluyó “la desesperada alianza occidental co

n la Unión Soviética” —un régimen “que impuso la tiranía comunista a la mitad de la Europa liberada”—, ya que el nazismo constituía una amenaza existencial para el espíritu humano en general. “Los nazis (y sus cómplices) trataron fundamentalmente de alterar el entendimiento moral de la humanidad”.

LOS DEPREDADORES

Combate moral se abre con un análisis de los regímenes que el autor llama “depredadores”: el fascismo italiano, el militarismo japonés y el nazismo alemán. Si en Italia y Alemania se impusieron partidos de masas, en Japón los oficiales ultraderechistas se agruparon en sociedades secretas. Estos oficiales llevaron a cabo actos de insubordinación aprobados por el emperador, relegaron a un segundo plano a los políticos civiles y forzaron el aumento de los gastos militares. Pese a combatir en el mismo bando, durante la guerra, hubo una práctica ausencia de coordinación militar entre Alemania y Japón.

El fascismo italiano emprendió su expansionism

o en África con la coartada de una misión civilizatoria. En Alemania se impuso un dictador con “una mente atiborrada de conceptos de Darwin o Nietzsche mal digeridos”. Los violentos prejuicios subjetivos de Hitler eran propios de una personalidad estancada en la adolescencia. Así, una sociedad que era moderna y sofisticada “volvió a las costumbres de los adoradores del fuego”.

EL APACIGUAMIENTO

En los intentos por parte de los estadistas y diplomáticos anglofranceses de aplacar a Hitler en los años previos a la guerra pesó mucho el recuerdo de las matanzas de la Primera Guerra Mundial. La culpa y el miedo (el extendido temor a los bombardeos) determinaron esa política de apaciguamiento. Burleigh llama la atención sobre la irresponsabilidad de las organizaciones pacifistas en aquel trance y sobre la errónea política de

recorte de gastos militares.

Otro de los motivos de la no intervención fue la falta de percepción de peligro en el modo en que Japón actuaba dentro de su área de influencia. Emerge entonces el eterno problema de hasta qué punto la naturaleza interna de un régimen debe influir en la forma en que otros Estados reaccionan ante él. Incluso Churchill mantuvo que los asuntos internos de un país eran cosa suya. Sin embargo, las persecuciones contra los judíos, recuerda Burleigh, crearon el problema de los refugiados, que afectó a terceros países.

Mucho antes de que Chamberlain, el gran apaciguador, lleg

ara a primer ministro, los líderes británicos habían adoptado la postura de que las violaciones de los tratados por parte de Hitler podían pasarse por alto en interés de un bien mayor y una paz general. En la Cámara de los Comunes la opinión general era la de “cualquier cosa para evitar la guerra”, y la gente de la calle estaba de acuerdo. La llegada de Chamberlain al poder hizo que el apaciguamiento pasara de ser una mentalidad a ser una doctrina. El periódico The Times se convirtió en el boletín oficial del apaciguamiento y Gran Bretaña practicó una diplomacia de mediación que llegó al extremo de dejar exentos de representación a aquellos países cuyo destino se estaba decidiendo, como Checoslovaquia.

Este tipo de política culminó en la conferencia de Munich, en la

que Chamberlain y Daladier cometieron notables errores: dejaron a sus ministros de Asuntos Exteriores en casa, llegaron a la conferencia sin haber consultado entre ellos, no contaron con documentación, e incluso permitieron una disposición de los asientos que les mantenía separados a ellos entre sí, mientras Hitler y Mussolini estaban juntos. “La conferencia en sí constituyó un enloquecido caos de trece horas, algo que sólo jugaba a favor del adrenalínico Hitler”.

En definitiva, “la política del apaciguamiento fracasó en su aspiración más amplia de alcanzar una solución general a los conflictos europeos”.

ALEMANIA- URSS ENEMIGOS FRATERNALES

Una peculiaridad de la Segunda Guerra Mundial es que enfrentó a dos regímenes que en realidad tenían bastante en común. Algunas de sus características fundamentales condicionaron, a su vez, la manera en que los líderes occidentales consideraron la oferta de una alianza con Rusia.

"Los dictadores totalitarios representaron una regresión hacia lo que Churchill denominó ‘el poder de un solo hombre’, una forma de idolatría ajena y odiosa a la civilización anglosajona, y más parecida a la de los antiguos egipcios y aztecas… Eran antiindividualistas”. En opinión de Burleigh, se puede considerar que fue una lástima que no pudieran perder los dos, aunque pocos se atreverían a dudar de que ganó el mal menor, ya que “la evocación de los crímenes nazis remueve una herida colectiva en las sociedades occidentales.”

EL SAQUEO DE POLONIA

Tras la anexión de Austria y la ocupación de Checoslovaquia, Polonia fue el primer escenario de la novedosa guerra relámpago practicada por Hitler. Las violaciones de las leyes de la guerra fueron una constante desde el primer momento. Burleigh subraya la bestialidad de un ataque en el que se impusieron los saqueos y asesinatos. En muchos casos se maltrató o se fusiló a los prisioneros. 50.000 judíos fueron separados del contingente de prisioneros y utilizados para trabajos forzosos; pocos meses después, la mitad había muerto. La agresión indiscriminada, y totalmente inmoral, de Alemania a Polonia fue producto de una combinación de causas ideológicas y coyunturales. Entre las primeras, en lugar destacado, el antisemitismo; entre las segundas, el hecho de que se dedicaban escasos recursos militares a asegurar la retaguardia, donde quedaban soldados polacos que actuaban por su cuenta (de modo que no se les trataba como combatientes regulares). Además, Hitler expresó su deseo de despoblar partes de Polonia para repoblarlas con alemanes, así como su intención de eliminar a las élites polacas para hacer que Polonia desapareciera.

“Toda la campaña se caracterizó por una violencia generalizada que só

lo una firme y repetida intervención de los oficiales habría podido frenar. Pero esto no llegó a producirse nunca, debido a la intimidación que las terminantes órdenes del Führer ejercían sobre los mandos superiores del ejército”, afirma Burleigh.

La violencia contra los civiles se incrementó durante el vacío de legalidad que medió entre la renuncia del ejército a ejercer el control, una vez cesadas oficialmente las hostilidades, y el establecimientos de las nuevas autoridades civiles. “Los últimos tres meses de 1939 fueron especialmente siniestros”. Octubre fue un mes sangriento para las élites polacas, los escuadrones especiales de las SS continuaron cumpliendo su cometido de liquidarlas.

Hitler había destinado Polonia a ser el vertedero del cada vez mayor contingente de personas indeseables para el Reich. La política alemana en este país se basaba en la reafirmación agresiva de la superioridad racial; los polacos, como los judíos o los gitanos, pertenecían a la subhumanidad, “estaban llamados a convertirse en la clase servil de Alemania, como los anónimos negros y asiáticos que se deslizaban silenciosamente por las casas de sus amos coloniales… las personas de cierta categoría social o intelectual debían ser apartadas y asesinadas”.

Al pueblo polaco se le humilló con una continua sucesión de degradantes ordenanzas que recuerdan a las del apartheid. Al final de la guerra, una cuarta parte de los intelectuales y profesionales polacos habían sido eliminados; entre ellos, un 45% de los médicos o un 40% de los profesores de universidad.

Los excesos cometidos en Polonia provocaron un

malestar evidente en algunas (escasas) personalidades individuales de la élite alemana. Dentro de esas atrocidades, los judíos fueron unas víctimas especiales. Las condiciones de vida a que se les sometió en el gueto les convirtieron, como escribió un testigo, en “espectros, apariciones míseras y andrajosas, patéticos restos de seres humanos”. Los guetos eran, por supuesto, territorios sin ley.

A Polonia se la repartieron entre Alemania y la URSS, y “los soviéticos no hicieron nada para obstaculizar la limpieza étnica contra los polacos”. Los soviéticos, que deportaron a 1.250.000 polacos al interior de Rusia (de los que la mitad murió en el viaje por las heladas estepas), utilizaron para ello los mismos métodos que los nazis. Y aunque “no trataban sistemáticamente a los polacos como siervos, ni tampoco sentían animadversión hacia los judíos”, los soviéticos escribieron su particular capítulo de infamia con los asesinatos del

bosque de Katyn, donde eliminaron a miles de patriotas polacos (pues su objetivo eran los patriotas, más que la élite de Polonia)

CHURCHILL Y OTROS PERSONAJES

Indiscutible protagonista de la Segunda Guerra Mundial es el primer ministro británico Winston Churchill, del que el autor se ocupa en distintos momentos. “Una virtud que diferenciaba a Churchill de sus colegas” era, según Burleigh, “la capacidad de imaginar lo diabólico, para lo cual probablemente es necesario albergar algo de diabólico dentro de uno mismo”. En todo caso, el autor destaca su esencial decencia humana, por encima de su deseo de venganza y de la voluntad de vencer a cualquier precio. Eso, a pesar de que, con la violencia de la guerra, el umbral de la tolerancia fue ampliándose y los escrúpulos relajándose con el paso del tiempo. Churchill y sus cambiantes criterios sobre losbombardeos fueron un claro ejemplo: “la implacable evidencia de la barbarie alemana” hizo radicalizarse al primer ministro británico, aunque, Para Burleigh, su punto de partida fue escrupulosamente moral. “Churchill tuvo que enfrentarse diplomáticamente a problemas que Hitler y Stalin habrían resuelto con pelotones de fusilamiento”.

Éste concentró el poder político y militar, pues fue primer ministro y ministro de Defensa. Los únicos que pusieron en cuestión su liderazgo fueron los seguidores del exprimer ministro Lloyd George, cuya conducta fue “poco menos que traidora”. También critica Michael Burleigh la actitud de los izquierdistas que abogaban por una temprana invasión de Europa que habría costado miles de vidas británicas y sólo hubiera servido a los intereses soviéticos.

El primer ministro vio a Stalin como un aliado necesario, sometiéndose a veces a algunas de sus pretensiones, ya que la Alemania nazi le parecía “una tiranía monstruosa, nunca superada en el oscuro y lamentable catálogo de crímenes humanos”. En una ocasión expresó así el conflicto moral que la guerra y las medidas necesarias para vencer imponían: “No sería justo ni racional que la potencia agresora obtuviese ventajas pisoteando todas las leyes y ocultándose tras del respeto innato por la ley de sus adversarios. Debemos guiarnos

por la humanidad antes que por la legalidad”. Churchill se topó con otro problema moral típico de una guerra como aquélla cuando el armisticio franco-alemán permitió a la flota francesa entregarse al control alemán o italiano. Entonces, tomó “la nada envidiable decisión” de capturar los barcos franceses amarrados en puertos británicos y amenazar a los amarrados en puertos extranjeros con hundirlos si no se unían a la marina británica. De hecho, por una orden directa suya, fueron bombardeados los barcos franceses anclados en un puerto cercano a Orán (Argelia), con el resultado de 1.300 marineros franceses muertos.

El otro gran dirigente aliado, Stalin, fue un pésimo estrate

ga que anteponía la lealtad de sus oficiales a su habilidad militar. Mantuvo en prisión a centenares de comandantes de probada habilidad, mientras sus regimientos del frente estaban mandados por tenientes sin experiencia. En cuanto al mariscal Pétain, pretendió “utilizar la ocupación en su beneficio en lugar de limitarse a sobrellevarla pasivamente”. La hegemonía alemana en Europa, que aceptó tácitamente, supuso una oportunidad para él y sus partidarios de llevar a cabo un retrógrado programa moral, político y social en el que la autoridad y el deber se imponían a libertades y derechos.

El libro retrata a bastantes protagonistas más, aunque menos

conocidos del gran público. Por ejemplo, el general japonés Tadamichi Kuribayashi (“un buen hombre que también fue un soldado excepcional”) o el general americano George C. Marshall (“hombre de una rigurosa autodisciplina, distante hasta el extremo de resultar grosero”, “tuvo que tener la habilidad de un diplomático a la hora de manejar una alianza global que incluía a un imperio democrático del Viejo Mundo y a una sangrienta dictadura totalitaria”).

EL PROBLEMA MORAL DE LOS BOMBARDEOS

La moralidad de los bombardeos aéreos sobre ciudades ha sido una de las cuestiones más debatidas de la Segunda Guerra Mundial. En lo que se refiere, en concreto, a los ataques aliados, hay un claro aumento del interés en los últimos años. Aunque la directiva oficial británica prohibía los ataques indiscriminados sobre áreas urbanas, la presión de l

a prensa y del público para que se tomaran represalias, así como la dificultad de apuntar con precisión, hizo que, en la práctica, se adoptara aquella estrategia.

La Luftwaffe realizó ataques a baja altura sobre ciudades, y los bombardeos fueron la única forma que tuvo Gran Bretaña para devolver el golpe a Alemania. Las famosas incursiones sobre Dresde, al final del conflicto, no fueron un crimen de guerra, dice Burleigh. Dresde fue sólo un caso más, al que retrospectivamente se ha otorgado mucha relevancia injustificada, aunque sí es un buen ejemplo de la gradual pérdida de sensibilidad y de una cruel indiferencia ante el sufrimiento.

LA RESISTENCIA

La resistencia no es sólo un capítulo heroico (y, en algunos casos, mitific

ado) de la lucha contra los fascismos, sino otro campo de debate moral. Para empezar, el autor señala que sólo una minoría tomó ese camino.

Enseguida, la violencia se impuso (incluso entre los católicos), y la resistencia se transformó en una guerra civil pura y dura entre resistentes y colaboracionistas. Si no fuera por la abrumadora evidencia de la criminalidad nazi, ciertas prácticas de la resistencia, como la tortura, podrían haber dañado sus reivindicaciones de superioridad moral. Burleigh se muestra especialmente crítico con los comunistas, “uno de los grupos de resistentes que adoptaron un punto de vista más utilitario en lo tocante a las represalias”. “En tanto devotos de una doctrina presuntamente científica, despreciaban las consideraciones éticas a la vez que su visión de sí mismos como élite les hacía indiferentes a las mezquinas inquietudes de mortales menos esclarecidos”, escribe con ironía.

¿TERRORISMO DE LOS ALIADOS?

La violencia irregular ejercida por los aliados a través del Ejecutivo de Op

eraciones Especiales constituye otro campo dedebate moral. Burleigh señala que lo que algunos han calificado de terrorismo (eliminación de funcionarios alemanes y sus colaboradores) nunca fue una campaña de violencia indiscriminada para aterrorizar a los civiles. Sin embargo, el EOE, con sus acciones, alentó a los alemanes a actuar de forma terrorista en los pocos lugares en que aún no lo hacían.

FASCISMO Y NAZISMO

Aunque aliados y muy semejantes entre sí, había diferencias entre

el fascismo italiano y el nazismo alemán. “Los italianos eran tan capaces de acribillar a un grupo de rehenes como los alemanes, simplemente no compartían la psicosis de sus aliados respecto de los judíos”. El ejército italiano no estaba tan impregnado de fascismo, como el alemán lo estaba de nazismo. Y “Mussolini tenía que dar explicaciones a la Corona y al Vaticano, potencias con las que Hitler o bien no tuvo que lidiar o aplastó”.

EN EL FRAGOR DE LA BATALLA

Naturalmente, las batallas eran el momento decisivo para los combatientes. En ellas, la distancia era un elemento crucial para poder matar sin sentir remordimientos. Y el miedo, una constante; “una quinta parte de soldados americanos reconoció haberse cagado encima” (a los que habría que añadir los que, por motivos fáciles de entender, no lo reconocieron).

Y aunque las escenas de horror (mutilaciones, cabezas cortadas y puestas sobre el pecho del cadáver, diversión a costa de los muertos) también eran frecuentes, s

ólo un 2% de los que combatieron se deleitaron en la violencia homicida. En cuanto a las actitudes de los americanos para con los japoneses, no diferían mucho de las de los alemanes respecto de los judíos.

En el combate, algo para lo que ningún entrenamiento podía preparar, el instinto se imponía sobre la mente consciente. “Entrar en combate significaba acostumbrarse a la visión y a la perspectiva de la muerte a una edad en la que la mayoría de las personas apenas han comenzado a plantearse el inevitable desenlace de la vida”. La camaradería reforzaba la capacidad de matar (reforzaba al “nuevo yo asesino” frente al “pacifista civil interior”); “el grupo podía hacer moralmente aceptable lo que fuera”. El cansancio llegaba a provocar falta total de visión, y hubo quien llegó a desfilar dormido. Mucho peor era la posibilidad (muy alta) de asarse vivo en un tanque que se convertía en un horno metálico al ser alcanzado por un impacto.

LA CUESTION JUDIA

Uno de los grandes dilemas morales de aquel tiempo terrible fue el de los judíos que se vieron obligados a trabajar para los nazis en contra de su propia gente Para Burleigh, los judíos que formaron los Consejos de Ancianos impuestos por los alemanes no colaboraron con ellos: tuvieron que hacer atroces elecciones, forzados por los nazis. Obedecieron y ayudaron a unos nazis que tenían poder absoluto sobre su destino. Trataban de ganar tiempo para la colectividad; igual que los partidarios del apaciguamiento, pensaban que estaban tratando con gente racional, no con psicópatas.

Tampoco se les puede considerar voluntarios. Hubo quienes para no colaborar se suicidaron, algunos fueron fusilados por los nazis, otros se quitaron los brazaletes y se unieron en silencio a los deportados.

EN LOS CAMPOS

La nacionalidad, las ideas políticas o las creencias religiosas ayudaron a formar grupos solidarios y embriones de resistencia dentro de los propios campos de trabajo o de exterminio. Pero las afinidades podían implicar indiferencia para con los ajenos al grupo; actitud de la que son ejemplos los Testigos de Jehová o los estalinistas.

En los campos o fuera de ellos, hubo casos de soldados alemanes que ayudaron a judíos y lo pagaron con la vida. Schindler (“ese enigma humano”) y otros rescatadores fueron “gente que, en un breve instante, tomaba determinadas decisiones que la humanidad admira con razón”. Pero “los rescates fueron estadísticamente insignificantes en el marco de un relato sombrío y catastrófico del que no se desprende ningún mensaje redentor… la bondad humana no triunfó al final.

LA BOMBA ATOMICA

El debate sobre el lanzamiento de la bom

ba atómica está indisolublemente ligado al del número de víctimas que pudieron evitarse con su lanzamiento. Burleigh llama la atención sobre “la cuestión nada desdeñable de los cientos de miles de civiles (y de prisioneros de guerra aliados) que seguían languideciendo bajo el despotismo nipón en China y el sudeste asiático, además de los trabajadores esclavos trasladados por los japoneses a Japón desde Indonesia o Corea; la prodigiosa tasa de mortalidad de estos ilotas extranjeros nunca ha atraído la atención de los detractores de las víctimas de las bombas atómicas, pero es probable que superara las cien mil personas mensuales”.

De no haberse empleado las bombas, hubieran muerto los mismos o más, sólo que de modo más lento (además de las víctimas que habrían seguido produciéndose en el bando aliado).

LA CAIDA DE LOS DIOSES

El final de la guerra estuvo a tono con la

ferocidad que la caracterizó desde el principio. En los últimos diez meses del conflicto murieron más alemanes que en los cinco años anteriores, muchos como consecuencia de los bombardeos aéreos. De los regímenes depredadores, el que salió mejor librado en términos jurídicos fue el italiano; a sus fuerzas armadas no se les imputaron crímenes de guerra en Abisinia ni en los Balcanes. Sólo se cumplieron entre 40 y 50 condenas a muerte de las mil dictadas; y, ya en el 46, se pronunció una amnistía que excarceló a todos los fascistas menos 4.000. Italia fue también la nación con régimen fascista que menos neurosis nacional padeció acerca de su pasado.

Burleigh se muestra en contra de la idea de la banalidad del mal, expresada por Hannah Arendt. El fanatismo de los que participaron en la Solución Final era tan evidente como su crueldad y su codicia, sostiene. Igualmente, está contra el mito de la ignorancia del pueblo alemán: había un goteo continuo de información que resultaba abrumador y era imposible desconocer.

En cuanto a los juicios, afirma que “no todo lo que hicieron

los aliados en Núremberg fue muy ortodoxo, pero eso no invalida la operación en conjunto”. Por otro lado, los juicios sólo afectaron a una mínima parte de los culpables, muchos de los cuales acabaron convirtiéndose en pilares de la sociedad alemana de posguerra.

EL AUTOR

Michael Burleigh ha sido investigador en las universidades de Oxford y Cardiff, y en la London School of Economics.

También ha sido profesor en diversas universidades norteamericanas, como Rutgers, Washington & Lee, y Stanford. El Tercer Reich (Taurus, 2002), por el que consiguió el Premio Samuel Johnson en 2001, Poder terrenal (Taurus, 2005), Causas sagradas (Taurus, 2006) y Sangre y rabia (Taurus, 2008) son algunos de sus libros más importantes. Es colaborador habitual de diversos medios británicos.

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